Opiáceos y opioides

Los opiáceos y opioides, de acción central, son una categoría de analgésicos. A veces se denominan narcóticos. Este término tiene en la actualidad connotaciones delictivas, pero, desde el punto de vista clínico, se refiere a productos que deprimen el sistema nervioso central y provocan aletargamiento, pérdida de consciencia y alivio del dolor. Los opiáceos son sustancias derivadas de la adormidera, la amapola  Papaverum somniferum. El opio se utiliza para aliviar el dolor, al menos, desde hace 2.000 años. Desde la época de la Antigua Roma. Aparece mencionado incluso en el Papiro de Ebers, el primer texto médico, del 1.500 a.C., como remedio para el llanto de los niños, y existen pruebas de que los sumerios lo conocían ya en el 4.000 a.C., aunque no sabemos para qué lo usaban.

El opio se hace extrayendo el jugo lechoso de la vaia inmadura de la amapola, y dejándolo secar hasta que forma una resina. El láudano, una solución de opio en alcohol, era un medicamento muy popular en toda Europa en el siglo XVI, y había un próspero comercio de opio en todo el mundo.

La morfina es el principal ingrediente activo del opio. El farmacéutico alemán Friedrich Sertürner la aisló a principios del siglo XIX. Normalmente, el opio contiene alrededor del 20 por ciento de morfina. En 1832, se identificó un segundo constituyente del opio, la codeína, pero su contenido es la décima parte del de morfina. Con el desarrollo de la jeringuilla hipodérmica, la gente empezó a inyectarse morfina como remedio para el dolor y por su capacidad de modificar el ánimo. Los estudios de la química de la morfina llevaron a la síntesis de otras drogas similares, llamadas opioides. La diamorfina, comúnmente llamada heroína, es el opioide más conocido; también están la metadona y el fentanilo. La heroína se convierte en morfina en el cuerpo, y fue el primer ejemplo de precursor que se conoció. Aunque tiene grandes propiedades analgésicas, por desgracia es tremendamente adictiva.

En relación con el alivio del dolor profundo, la morfina sigue siendo la regla de oro. Se puede administrar de muchas formas –por vía oral, mediante inyecciones o en supositorios rectales-, por lo que resulta muy versátil. Proporciona un alivio muy eficaz del dolor y la ansiedad. Por ello es muy valiosa para tratar el dolor grave, quemaduras o cáncer. También se usa para los dolores postoperatorios.

El modo de acción de la morfina no se comprendió  hasta muchos años después de que empezara a usarse. Los opioides y opiáceos actúan como agonistas sobre los llamados receptores opioides de la médula espinal, e impiden la transmisión de los mensajes de dolor al cerebro. También hay receptores opioides en este último, que quizás explican las capacidad de alterar el ánimo y las propiedades adictivas de opiáceos y opioides. Dichos receptores son los lugares donde actúan los analgésicos naturales del cuerpo, las endorfinas. La fabricación de endorfina en el cerebro después de un trauma puede ser lo que impulsa a esos soldados que siguen luchando en un combate pese a estar gravemente heridos, aparentemente indiferentes a su dolor. Se cree que la descarga de endorfinas es responsable de la ‘subida’ que acompaña, a veces, al jogging, la meditación y otras actividades que dan placer. En el sistema nervioso central se han descubierto otras dos clases de receptores opioides sobre los que actúan otros dos grupos de sustancias naturales: las dinorfinas y las encefalinas.

Como además del sistema nervioso central, existen receptores opioides en otras partes del cuerpo, la morfina tiene varios efectos secundarios. Provoca serio estreñimiento, náuseas y vómitos, mareos y contracción de las pupilas. No obstante, estos efectos tienden a disminuir con el tiempo.

Aunque la morfina es el analgésico por excelencia, no es tan utilizado como debería. Da la impresión de que muchos médicos y enfermeras no entienden bien sus efectos. Sobre todo, temen que los pacientes desarrollen una adicción psicológica. Aún en el caso de que esto fuera cierto, no debería ser un problema teniendo en cuenta quienes son  algunos de los pacientes que más lo necesitan: por ejemplo, personas con cáncer. Pero la dependencia física que crea la morfina no es lo mismo que una adicción. Cuando una persona tiene dependencia física de una droga, al dejar de consumirla sufre el síndrome de abstinencia. Y eso es lo que ocurre con la morfina en usos analgésicos: los síntomas al abandonarla incluyen diarrea y un aumento del ritmo respiratorio. No obstante, en la adicción hay un componente psicológico que hace echar de menos la droga e intentar conseguirla. En cambio, cuando un paciente deja de necesitar la morfina, es muy raro que tenga este deseo. Otra preocupación habitual es que los pacientes desarrollen tolerancia al medicamento y necesiten dosis cada vez mayores para obtener el mismo efecto analgésico. Tampoco esto es adicción, aunque esté relacionado con la dependencia física. En ocasiones surge tolerancia a la morfina, sobre todo a algunos de sus efectos secundarios.

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