Recorres el cuerpo como un extraño en casa ajena y te adueñas de los pensamientos, de los sentimientos, hasta de las palabras que pronuncio. Hace tiempo que has venido y ahora, dueño de mi vida, me tratas sin compasión y sin consuelo. No quiero verte y por eso giro la cabeza una y otra vez, inconsciente de que de este modo es cuando más te significas. Casi no puedo recordar los días sin ti, cuando la belleza estaba al alcance de la mano y todo a mi alrededor sonreía celebrando la vida como un fruto perenne que se ofrecía a ser partido y repartido. Pero viniste tú, con tus garras celosas de las aguas más profundas de la ansiedad y la angustia, me arrancaste los ojos que veían la luz de la vida y te reíste de mí cuando, entre balbuceos, quebrantaba lo más sagrado de esta vida: mi corazón. Lo llenaste de fantasmas, cogiste el cáliz que lo soporta y bebiste sediento de tantos años que habías sido vencido por mi valentía. Luego arrojaste el cáliz a las tinieblas de tu mundo sombrío e hiciste de mi vida nada más que un cobarde propósito de sobrevivir.
Deseo el día de tu partida, quedarme solo con mi vida y mis ansias de libertad, lejos de ti, aprendiendo otra vez que cada día es una nueva esperanza para volar.
Déjame, sólo has traído amargura a mis claros días. Vete, no te quiero más, quiero volver a caminar en un día soleado, rumbo al horizonte.